Odié el domingo pasado. Era el típico domingo primaveral, de esos en que la temperatura es un poco más cálida de lo agradable, pero, a su vez, mitigada por aquel vientito que hace danzar con garbo las hojas de los árboles. El Río de la Plata absorbe los rayos del sol y te los devuelve en múltiples salpicaduras argentadas. Un niño corre detrás de una pelota: escapa de su madre para evitar que le ponga protector solar. Se quemará. Y también se quemará el próximo domingo: Leo Messi no se convirtió en Leo Messi desperdiciando tiempo poniéndose protector solar, mamá.
Odié ese domingo.
Una vez encontré a una amiga en la universidad. Llovía desde las primeras horas del día y no parecía tener ganas de parar. La veo entrar por la puerta principal del edificio de la biblioteca, mojada como si hubiese apenas salido de la ducha. Le pregunto cómo esté, y ella me cuenta, con su acento yankee (como yo, está en Argentina de intercambio), que tiene unos problemas con una materia que está cursando. “¡Y encima llueve!”, replico yo para desdramatizar. “No, ¡pero me gusta la lluvia hoy!”, me contesta dejándome confuso. “Es que hoy la lluvia la tengo también en mi alma, así que estoy contenta. Hay días que hay un hermoso sol, pero yo tengo la lluvia en mi alma y no lo puedo disfrutar. Hoy está perfecto”. Debe ser esto. Ese día, ese domingo que pasé en el Parque de la Memoria de Buenos Aires, lo odié porque, mientras brillaba el sol, yo tenía la lluvia en mi alma.
Lo del Parque de la Memoria es un proyecto que se empieza a desarrollar en 1998. Hoy es una realidad que une la posibilidad de pasar un día tranquilo con la necesidad de no olvidar el terrorismo de Estado que golpeó la Argentina entre 1976 y 1983. La memoria se fomenta a través de obras de arte, esculturas y monumentos, que se integran de manera orgánica y nunca banal con el escenario.
El Parque surge al lado del Río de la Plata, cuya presencia es, simplemente, imposible de ignorar. Camino a su costado mientras me dirijo hacia la que, de lejos, me parece una escultura. Cada pequeña ola que se rompe contra las rocas es un bofetón en la cara. Los pasos se vuelven pesados, la respiración profunda. Arriba de mi cabeza pasan los aviones que desde el Aeroparque apuntan hacia el norte. No son negros, pero evocan igualmente una serie de sensaciones que no me dejan de atormentar. Quizás sea yo sensible al tema, pero realmente todo esto me mueve algo adentro.
Llego a la que, sí, era una escultura. Surge en el medio del río y representa a un niño que, dando las espaldas al espectador, mira hacia el horizonte. Nadie puede ver su cara, a menos que no se acerque con un barco. No obstante, la autora, Claudia Fontes, quiso estudiar cada detalle de los rasgos estéticos de su sujeto, Pablo Míguez, desafortunado símbolo del terrorismo de Estado. Pablo tenía solo 14 años cuando lo mataron por ser el hijo de una pareja de activistas políticos. Lo arrojaron vivo al Río de la Plata desde uno de los muchos aviones que, durante los que los militares denominaban traslados, se ocupaban de “desaparecer” los cuerpos (con vida) de los prisioneros políticos de la dictadura militar. No es posible estimar exactamente a cuántas de las 30.000 víctimas de la dictadura les tocó este indecoroso fin, pero es seguro que muchísimos de los detenidos terminaron su vida en el río. Por esta razón, la cara del joven no es visible: Pablo es uno, ninguno y treinta mil – parafraseando el titulo de la obra de Pirandello. Reconstrucción del retrato de Pablo Domínguez representa toda una generación de argentinos que el terrorismo de Estado quiso borrar.
Por otro lado, en estos casos, hablar de muertos en términos de números y frías estadísticas “deshumaniza” nuestro discurso. Empezamos a referirnos a un conjunto de acontecimientos como si formen una historia única e inescindible. Simplificar, es cierto, nos ayuda a comprender, pero nos hace perder los detalles, las particularidades de cada una de las piezas que componen el puzle que estamos tratando de resolver. Pablo es una de estas piezas. No obstante, la sola fuerza de su historia podría explicarnos mejor lo que ha sido del terrorismo de Estado que interminables series de cifras. El concepto de memoria, en el fondo, atañe más a la compresión que al simple recuerdo.
El río le acaricia los pies. Yo miro su espalda, él el sol. Él tampoco se puso protector solar, pero no se quemará.
“Yo estuve muy cerca de subir a uno de esos vuelos”, me cuenta Alfredo Ayala, ex detenido del tristemente famoso centro de detención ESMA. “Era un miércoles. Siempre se llevaban a cabo de miércoles estas tareas. Ese día leyeron de la lista de los traslados el numero con el que se me identificaba en el centro de detención. Me llamaron por último. En ese momento, cuando estaba en fila con todos los condenados a muerte, se me fueron todas las esperanzas… hasta que un militar se dio cuenta de que se habían equivocado: habían leído el numero al revés. No era a mí que me tocaba morir ese día”. Alfredo habla con una voz innaturalmente aguda. No es por la emoción, sino por las torturas recibidas por los militares, me confiesa tímidamente.
Los compañeros – así les dice Alfredo – que no tuvieron la misma suerte pasaban por un proceso que los militares repetían de manera mecánica. Después de haberlos sacados en fila de los galpones, los llevaban a la pista de aviación prometiéndoles que los iban a trasladar a una cárcel común – un concepto que tenía que sonar como libertad para ellos. Allí les inyectaban una dosis de sedativo (operación que, normalmente, se repetía más de una vez) y los cargaban en el avión. Los militares tenían la tarea de desnudarlos y de golpearlos hasta que se volvieran irreconocibles –para evitar problemas en caso alguien hubiese encontrado el cadáver sucesivamente. Los aviones (en ese momento les decían fantasma, hoy se conocen como negros) volvían vacíos unas horas después del despliegue.
Ya en 1976 se encontraron los primeros cuerpos en las playas uruguayas. Un año después serán las costas argentinas, marinas y fluviales, a teñirse de rojo. No obstante, los juicios a los militares se empezaron a llevar a cabo en el siglo XXI, gracias a la anulación de las leyes de impunidad (que la propia junta militar había sancionado antes de llamar a elecciones en 1983). Este largo proceso de búsqueda de la justicia empezó durante la transición democrática con el gobierno de Raúl Alfonsín y se concretó con la presidencia de Néstor Kirchner.
Desde 2006 hasta septiembre 2018 – informa la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad – se han registrado 575 causas por delitos de lesa humanidad. En esas se han investigado 3020 imputados y se han dictados 209 sentencias. De los 984 imputados que han sido sentenciados, se condenaron 862. Siguen en proceso 715 imputados y en 502 esperan que se resuelva su situación procesal.
La de Claudia Fontes es una de las muchas obras que pueblan el Parque. Cada una tiene su vida propia, respira, interactúa con su entorno y, especialmente, con el espectador. A su vez, todas las esculturas parecen estar unidas por un hilo, que no es simplemente el tema común de la memoria. No es fácil traducirlo en palabras, pero parecen intercambiar cierta energía. Yo solo sé que ese domingo salí de casa con el sol en mi alma y, ahora, me aprestaba a salir del Parque trastornado por una tormenta de la cual dudo que te puedas defender con un simple paraguas. También por esta capacidad de transcender los cinco sentidos, el Parque representa un ejemplo extraordinario de obra pública y de cómo, realmente, nazcan las flores del estiércol.
Este ecosistema que se viene a crear entre el río, la tierra, el arte y la memoria parece imponer al espectador cierto respeto hacia el pasado. Dirigiéndome hacia la salida, solo oigo mis pasos, las olas del río y, de nuevo, mis pasos. Rompe el silencio el grito un niño: una señal de rebelión en contra de su cansancio. Sigue pateando la misma pelota de hace un par de horas, pero por la falta de hiato esta vez no logra controlarla. Se la devuelvo, él en cambio me regala una sonrisa. Correspondo.
Cuando faltaban justo pocos metros para la salida, mi alma ha vuelto a ver el sol: ahora sé que hay una nueva generación de argentinos que tiene todas las herramientas para no olvidarse cuanta suerte tenga en poder crecer en una democracia liberal. Una generación con la libertad que le permita darle un impacto a la sociedad a través de sus ideales. O, más simplemente, de patear una pelota escapando de la amenaza del protector solar.
Al final, no estuvo tan mal ese domingo.