«El Mundial es un hecho político», repetían obsesivamente los generales que organizaron el Mundial 1978 en Argentina. Olvidémonos de la pelota, entonces. En una serie de cuatro capítulos, analizamos el Mundial en su significado histórico, político y social. En la cuarta y última parte, respondemos a la pregunta de todos: ¿la dictadura sacó provecho político del haber organizado el Mundial? Las conclusiones no son las que muchos imaginarían.
¿No has leído los tres capítulos anteriores? Acá están el Primero, el Segundo, y el Tercero.
El Mundial de 1978 lo ganó la Argentina de Videla y compañeros, no es un secreto. Lo ganó sin resplandecer pero, incluso según los medios de esa época, en una edición en la que en general no brilló nadie. Lo ganó gracias a los goles de Kempes y al “patriotismo” del palo que negó la victoria al contrario Resenbrink en el 90’ – los dos héroes de la final contra Holanda, huérfana de Cruyff que había decidido sacrificar la selección para conceder más tiempo a su familia. Lo ganó, por último, gracias a una situación ambiental, por así decirlo, netamente favorable.
“Tenemos miedo de ganar”, decía antes de la final el holandés Rep al periodista argentino Fernández Moores, quien apuntaba “sin tomar los signos de lo que me quería decir un jugador que tenía miedo de ganar”. Imagínense, entonces, cuán miedo pudiesen tener los ya eliminados jugadores peruanos, que sabían que Argentina debía ganarles 4-0 para clasificarse a la final. El partido terminó con rotundo 6-0, resultado que todavía genera dudas sobre la regularidad del encuentro.
Empecemos resaltando que la albiceleste era un equipo mejor que Perú y que había ganado todas las confrontaciones directas (seis) desde 1972. Por otro lado, es también cierto que Perú venía de una discreta primera parte de torneo y, pese a una defensa no excelente, podía contar con el (hasta ese momento) goleador de la competición – Teófilo Cubillas. No obstante, la actuación de Perú, que a lo mejor hubiera perdido igualmente, fue, por largos ratos, amateur y marcada por los errores de su arquero Ramón Quiroga, argentino de nacimiento, peruano de pasaporte. Obviamente, él fue el primero a quien se le puso el dedo cuando se habló de irregularidades en el partido.
Acá tienen los goles del partido incriminado. ¿Qué hubiera pasado si el tiro de Muñante hubiera pasado la línea en lugar de chocar con el poste?
“No queríamos que Quiroga atajara. Su familia vivía ahí y la dictadura de Videla estaba dispuesta a todo para ganar ese torneo. Para mí, pudo haber evitado dos goles”, declaró el capitán peruano Chumpitaz. No obstante, chupete siempre tuvo la respuesta lista para todas las, nunca comprobadas, acusaciones: “Yo no me vendí, pero es probable que algunos de mis compañeros aceptaron tal cosa”. Sin profundizar la situación de Quiroga, esta opinión coincide con las de muchísimos otros futbolistas peruanos: “Cuatro o cinco recibieron dinero”, dijo por ejemplo Oblitas, pero podríamos haber elegido decenas de otras declaraciones-fotocopia. Por más que estas hagan realísticas las sospechas de corrupción individual de algún jugador peruano, sin embargo, no hubo ni un caso de un jugador que se haya constituido, aun a distancia de años.
Más allá de la fundada posibilidad de que haya habido actos de corrupción, son muchas las voces sobre potenciales acuerdos entre los gobiernos de los dos países. Son infundadas las que ponen el dedo hacia la largición de cargos de trigos de la Argentina a Perú a cambio del 4-0. Estos regalos, de hecho, existían, pero formaban parte de un acuerdo que los dos países ratificaron mucho antes de que el choque mundial pudiera ser previsible. Por lo menos, esto nos cuenta como los dos Estados estuviesen ligados por una fuerte amistad, la que hasta llevó Videla a visitar el vestuario peruano antes del partido – para quien tenga un entendimiento mínimo de las dinámicas del fútbol, una verdadera violencia. “Solo quería decirles que el de esta noche es un partido entre dos países hermanos y, en nombre de la hermandad latinoamericana, vengo a manifestarles el deseo que hoy todo salga bien”, dijo el Teniente General acompañado por Henry Kissinger – ex Secretario de Estado americano y huésped fijo en el asiento a lado de Videla durante las fases finales del torneo. No Pressure.
En resumen, es realmente difícil no creer que el 6-0 de Argentina-Perú haya sido fruto de una competencia sana entre dos equipos rivales, si bien es igualmente complejo encontrar una causa única por el desastre futbolístico peruano. Esto, sin embargo, es el único partido sobre el que flotan sospechas de una dirección del resultado por parte de los Generales, si queremos evitar calcular la influencia de la victoriafobia de la que sufría Rep (y no solo).
No es inusual que, en Argentina, el Mundial ’78 se considere “futbolísticamente irreprochable”. Cada uno puede sacar sus conclusiones. No hay una versión correcta o equivocada, aunque la idea que la albiceleste haya gozado de ayudas relevantes es difícilmente refutable. Otra cosa que en Argentina une a muchos – menos mi amigo Mantecol – es la consideración de el del ’78 como el “Mundial de la vergüenza”. En consecuencia, la victoria del ’86 es, implícitamente, la de la redención. La que permitió decir “somos campeones del Mundo” sin que, a la vez, uno se sintiera de alguna forma responsable de las treinta mil víctimas de la dictadura militar – las cuales permanecen, todavía, una herida sangrante en la conciencia argentina.
El 3-1 que, después de 120 minutos de juego, consagraba Argentina campeona del Mundo en el Monumental de Buenos Aires culminó con la entrega de la copa de las manos de Videla a las de capitán Passarella. A lado del Teniente General, otro Capitán, Emilio Massera, sonreía con el aire de quien cree haber cometido el delito perfecto. Según el protocolo, debería haber sido João Havelange el que entregara la copa, pero el brasileiro cedió sin demasiadas quejas a los pedidos del EAM78, que aseguraba que los jugadores desearan que fuese Videla el que los premiase. Una invención, sin darle demasiadas vueltas, que hubiera servido para que Videla se pusiera en frente de las cámaras.
Los jugadores no estaban en complot con los dictadores, ni jugaban por ellos, si bien este concepto haya sido difícil de digerir para los ciudadanos argentinos. Ellos también formaban parte de la ancha porción de la población que entendía que en el país estaba pasando algo raro, pero les costaba entender qué. La culpa no era solo de la represión – que existía, pero se presentaba sutil, si no eras uno de los directamente afectados por la furia genocida de los generales; los medios, por ejemplo, tenían que seguir la línea del gobierno, pero las jornadas de un argentino cualquiera fluían con la misma normalidad que las que se vivían en los gobiernos anteriores.
A medida que los partidos se consumían, el pueblo argentino volvió a tomar las plazas como lugar de socialización y en medidas impresionantes. Se calcula, por ejemplo, que alrededor del 70% de la población desbordó en las calles para celebrar la victoria contra Perú, pero el vaivén había ya empezado con los primeros partidos. Luciendo óptima capacidad de síntesis, el académico Roldán llamó este particular fenómeno “espontaneidad regulada”. Los dictadores, en efecto, de ninguna forma habían alentado los festejos en las plazas, ni estaban preparados para algo parecido (en términos generales, no eran muy preparados). Sin embargo, una competencia deportiva para selecciones nacionales – que tanto se asemeja a una guerra combatida sobre un césped – funcionó de chispa para la pólvora nacionalista que se había acumulado en los meses previos al Mundial.
Los años que anticiparon la competición, de hecho, se habían caracterizado por un flujo constante de críticas al país organizador, tanto por el atraso de las obras preparatorias como por las infracciones de los Derechos Humano. Con indudable habilidad, Generales habían sabido dejar pasar como si fuesen dirigidos a la Argentina toda. “¿Creen que somos unos vagos, que no sabemos hacer nada? ¡Demostrémoselo! 25 millones de argentinos jugaremos este Mundial”, comunicaba. El mensaje arraigó. Nadie había explicado a los argentinos la diferencia entre los ataques a un pueblo y a un Estado.
Así fue como durante el Mundial se vendieron banderas argentinas como nunca en la historia, símbolo de un chovinismo desenfrenado que tocó su pico con la victoria final. No solo no existía (casi) ninguna forma de rechazo hacia los dictadores, sino también la imagen que se llegó a crear fue la de “un país unido, una comunidad en armonía y paz, en la que todos se sentían argentinos y estaban orgullosos de serlo”, como sostienen los historiadores Novaro y Palermo. Ellos son los mismos que abrazan la idea que el Mundial haya sido el punto de conjunción entre la dictadura y el fascismo. Detrás de esta idea se esconden muchos de los argumentos que discutimos anteriormente: la movilización de las masas a través del fútbol, el recurso a la retórica nacionalista y, por último, lo que Matías Bauso llama “unanimismo” – el hecho de que, en la sociedad, Gobierno, medios y población hablasen con una voz única, tan fuerte como para marginar las disidentes. Pero yo me guardaría de pensar que esta adhesión fuese plena y voluntaria. Era, más bien, la reacción inconsciente de un país que tenía ganas de volver a festejar.
No queda ninguna duda que, gracias al clima de “justificación del injustificable” que el fútbol había creado, el Mundial del 1978 representó el momento más alto, en términos de consenso, de una de las dictaduras más sangrientas de la historia sudamericana. Pero una cuestión queda abierta: ¿tienen razón los argentinos en tener vergüenza por este Mundial? ¿Es cierto, dicho con otras palabras, que la dictadura encontró en ello un extraordinario instrumento de control del país? En suma, mi respuesta – en cierto sentido, contracorriente – es no. El Mundial, fuera del perímetro deportivo, fue un desastre a largo plazo para la dictadura. Tratemos de explicar por qué.
Empecemos por el fin. ¿Qué hizo caer la dictadura del Proceso de Reorganización Nacional? Permítanme licencia de síntesis. Tres factores, primariamente: el colapso económico, el insostenible aumento de las denunciaciones por las violaciones de Derechos Humanos y la derrota en la guerra de las Falkland/Malvinas.
El colapso económico derivó, ni más ni menos, de las expensas desconsideradas que había implicado el Mundial. El argentino, efectivamente, se consagró como “el más caro de la historia”. La justificación que el hombre fuerte de la manifestación, Carlos Lacoste, solía dar era la del “hecho político”: “¿Cuánto cuesta demostrar a 1,5 mil millones de personas que Buenos Aires es la capital de la Argentina? ¿Y Cuánto para que cinco mil periodistas informen sobre la realidad argentina después de haberla visto con sus propios ojos?”. Costó realmente mucho, dado que los ingresos procedentes de los turistas, llegados en números particularmente bajo con respecto a las estimaciones, ni se acercó a amortizar los gastos. Y costó sobre todo a los ciudadanos argentinos, que en los meses siguientes vieron la inflación dispararse a niveles hasta ese momento impensables.
El gasto derivaba, efectivamente, de una necesidad: el Mundial, cueste lo que cueste, tenía que dar al Mundo la imagen de una Argentina en paz (al contrario de como se la pintaba en Europa) y en la que, después de haber contrastado la subversión armada, el Gobierno estaba llevando a su gente de la mano hacia un futuro roseo. El Mundial, al fin de cuentos, fue, sí, una vidriera, pero de todas las atrocidades que se consumían en la orilla del Río de la Plata. Las denuncias por las violaciones de los Derechos Humanos se intensificaron de forma exponencial a partir de la competición, terminando por sofocar a los militares. Encima, a eso contribuyó el propio Videla, quien, preso de un exceso de hubris desencadenado por la percepción de que todo fuera de la mejor manera, convocó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a un año de distancia del Mundial, para que pudieran averiguar con sus propios ojos la maravillosa realidad argentina. La visita, como era previsible, no dio los efectos esperados. Si contamos que los Generales tenían como único objetico mostrar a Europa una virginidad que nunca habían tenido, solo por este argumento el Mundial debería considerarse un fracaso político. Pero hay más.
El último de los tres grandes venenos que mataron al Proceso fue la derrota contra los ingleses en las disputadas islas Falkland/Malvinas. El estallido de la guerra fue el último recurso de los generales para tratar de generar nueva adhesión nacionalista a su Gobierno, ya escaso de consenso por las razones anteriores. El conflicto fue una total invención: antes de entonces, quienes vivían en las Falkland estaba de acuerdo con estar bajo jurisdicción británica y, para los que vivían en el Continente, nunca había sido un problema que las Malvinas no fuesen argentinas. Sí, es cierto, pero era necesario porque apuntaba a recrear exactamente ese fervor chovinista que había despertado Kempes por medio de sus goles, lo cual los Generales habían erróneamente pensado que hubiera durado en eterno. Un macroscópico error estratégico. El Mundial había creado un precedente inmanejable, y las Fuerzas Armadas comprendieron demasiado tarde que el consenso que eso creó había de cuidarse y mimarse para que perdurara. Llegados a las últimas de su experiencia, en cambio, ellas se despidieron de la Casa Rosada perdiendo una guerra ridícula con penosa torpeza y, entre otras cosas, mandando a morir a jóvenes argentinos, como si fuera necesario.
En resumen, el Mundial fue, a corto plazo, una bendición para el Proceso. Contrariamente al discurso predominante sobre el tema, sin embargo, la incapacidad de gestionar el consenso que este había generado, unidamente a sus consecuencias directas nacionales e internacionales, a largo plazo dieron a las Fuerzas Armadas un fuerte empujón más allá del precipicio. Con esto no ha de entenderse que el Mundial haya sido un evento de alguna forma favorable, requilibrador de lo cometido por lo Generales, y que haya sido gracias a eso si los argentinos ahora repudian a la dictadura del Proceso. Hay, sin embargo, que reconocer que, entre todas las manos equivocadas en las que podía caer, no fueron las más listas las que lo agarraron – por suerte. No por casualidad, el ultimo de los jefes del gobierno militar, Reynaldo Bignone, declarará después que el “único error” cometido en esos siete años de sangre y represión fue exactamente no haber llamado a elecciones al terminar el Mundial, capitalizando así un consenso que, en las urnas, hubiera sido abrumador y, tal vez, incluso duradero. “Pero nadie quiere irse cuando las cosas van bien”.
Miraba a Mantecol con admiración cuando me decía que no tenía sentimientos adversos hacia el Mundial y los jugadores. Un acto hecho, si es posible, todavía más noble porque la voz que escuchaba estaba ya por siempre connotada por las torturas y porque en el cuello llevaba los signos de quien sigue con nosotros por milagro. De alma tan buena que parecía ingenuo – pero, en cambio, era solo alguien que había tenido el tiempo y las ganas de reflexionar. Los genocidas, en suma, se sacaron algunas fotos, sonrieron, hablaron de paz, pero la bomba de exaltación que ni siquiera ellos sabían cómo habían creado pronto les explotó entre las manos. Creía haber organizado una linda fiesta, Videla, la fiesta de todos. Creía incluso haber derrotado el peligro representado por la izquierda y por el peronismo. Pero cuando movía la cabeza de derecha a izquierda, y de nuevo de izquierda a derecha, y veía los brazos levantados de Perón, hubiera debido saber que su infame batalla la había perdido desde el comienzo.
Este artículo apareció, originalmente, en Sportellate.it y en idioma italiano. Antonio Cefalù ha realizado tanto el texto original como su traducción.
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