«El Mundial es un hecho político», repetían obsesivamente los generales que organizaron el Mundial 1978 en Argentina. Olvidémonos de la pelota, entonces. En una serie de cuatro capítulos, analizamos el Mundial en su significado histórico, político y social. En la tercera parte explicamos cómo el del ’78 se convirtió en “el Mundial más caro de la historia” y por qué la FIFA autorizó que se jugara en un país donde se violaban los Derechos Humanos.
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El 24 marzo de 1976, a las Fuerzas Armadas no hizo falta la violencia para llevar a cabo el golpe y tomar su asiento en la Casa Rosada. Durante las primeras horas de existencia del nuevo régimen, la Junta promulgó una serie de comunicados; la gran mayoría de estos sancionaba prohibiciones, suspensiones de derechos políticos y civiles e intervenciones estatales en instituciones autónomas “en favor del país todo y no contra determinados sectores sociales”. Las televisiones y las radios, además, tuvieron que desenchufar las programaciones por orden oficial. Pero no existe regla que no admita excepción. Con el comunicado numero 23 del mismo 24 de marzo, los militares concedieron una pequeña excepción normativa: la señal hubiera vuelto para permitir la visión en directo de Polonia-Argentina, amistoso que se disputaba en la lejana Europa.
Los Generales comprendían las propiedades sedativas del deporte sobre las masas y, no por casualidad, volvieron a discutir su papel en una de las primeras reuniones oficiales de los altos grados del nuevo gobierno.
“Mire, Massera, yo entiendo todo lo que dice: que es una cuestión de orgullo demostrar que lo podemos hacer a pesar de todo, que mejorará nuestra imagen en el extranjero, y demás. Pero este Mundial es caro”. Jorge Rafael Videla pronuncia las últimas palabras como si fuesen un único suspiro, con la actitud del padre que ya se rindió a los pedidos del hijo de comprarle un juguete, pero que, por lo menos, quiere fingir que no se lo está regalando con demasiada facilidad.
“Escúcheme, General, no es una ocasión que podemos perder. El Mundial es políticamente ventajoso, no es una fiestita. Pero no se lo tengo que explicar yo, el Vicealmirante Lacoste ciertamente sabe de lo que estamos hablando mejor que nosotros, habiendo formado parte de los comités para la organización del Mundial de los gobiernos anteriores”.
Videla sabe perfectamente lo que Emilio Massera está diciendo, siendo Lacoste el primo de su esposa. Sin embargo, el Jefe de la Marina y de la ESMA (y además exponente de la “línea dura” contra la subversión dentro de la Junta) sabe que remarcar su pasado de personaje competente de la materia no puede que aumentar su crédito hacia su hombre de confianza. En este caso, no solo es una cuestión de hacer o no el Mundial, sino también de hacerle ganar poder a la Marina respecto a las demás ramas de las Fuerzas Armadas, haciéndose con la organización.
Lacoste se arregla el cuello y golpetea su pila de hojas sobre la mesa para nivelar su altura. Su discurso es largo, detallado y, sobre todo, convencedor. El Vicealmirante Carlos Lacoste era tartamudo. Muchos le decían, en forma de broma, “Capitan Piluso”, nombre de un popular juglar de un show para niños retransmitido en la televisión nacional – durante la dictadura militar del Proceso, se convirtió en “Piluso” y se desnudó de su gorra de marinero por razones obvias. Pero Lacoste llegaba porque quería llegar. Un oportunismo brutal en la escalada profesional que no solo lo llevó a ser Vicealmirante, sino también parte de los innumerables comités que la Argentina había compuesto y descompuesto para montar el Mundial (sin, antes de entonces, algún resultado notable) y, sucesivamente, mano derecha de João Havelange, neoelecto presidente de la FIFA. (No es por casualidad si el argentino y el brasileño se encontraron posteriormente involucrados en un escándalo relativo a su corrupción).
Y Lacoste llegó. Pero Videla, hombre poco listo y, según su propia admisión, no futbolero, sentenció: “Tienen razón, es un hecho político. Espero que, como ustedes dicen, nos ayudará a callar la prensa extranjera sobre nuestra cuenta, porque yo ya no la aguanto más. Pero destinaremos 70 millones de dólares… si es muy necesario 100, no más”. Lacoste no tuvo nada que replicar, pero sus planes apuntaban mucho más alto.
Era ya el 7 de junio 1976, menos de dos meses del golpe militar, cuando la Junta promulgó la ley número 21.349. El artículo 1 era claro e incuestionable: el Mundial es un hecho “de interés nacional”. El artículo 2, en cambio, sancionaba la creación del Ente Autárquico Mundial 78 (EAM78), la institución que recibía plenos poderes para la organización de la manifestación. El Presidente respondía al nombre de Omar Actis, general de figura anónima, caracterizada por un prominente doble mentón y por un bigote poco más que adolescente.
“Será un Mundial austero, lejos de los excesos que se soñaban, de manera irresponsable, tiempo atrás, pero será un gran Mundial”. Eran más o menos estas las palabras que Actis habría pronunciado en su conferencia de presentación, durante la tarde del 19 de agosto. Lástima que, sin embargo, nunca haya llegado: el hombre del Ejecito cayó frente una ráfaga de balazos en camino hacia la conferencia. Un homicidio feroz que, al principio, se atribuyó a la subversión, pero sobre el que flota la duda, todavía no resuelta, de que habría sido orquestado por la Marina. El puesto de Actis, en efecto, lo tomó el general retirado Antonio Merlo, quien, sin embargo, pronto terminó sucumbiendo a la influencia de Carlos Lacoste. El 19 de agosto, el Mundial tenía un nuevo dueño. La Marina movía otro paso adelante en las jerarquías internas entre las tres almas de las Fuerzas Armadas.
“Del 24 de marzo se gastaron pocos pesos, a partir de esta conferencia empezarán las grandes inversiones”, declaró Lacoste tan solo tres días tras la muerte de Actis. Bajo su influencia, “el Mundial es un hecho político” se convirtió en un eslogan poderosísimo, que convenció a Videla y su ministro de Economía a cambiar de sentido, regalando al EAM78 una tarjeta de crédito prácticamente sin fondo.
Al fin y al cabo, como solía repetir Lacoste: “¿Cuánto cuesta demostrar a 1,5 mil millones de personas que Buenos Aires es la capital de la Argentina? ¿Y Cuánto para que cinco mil periodistas informen sobre la realidad argentina después de haberla visto con sus propios ojos?” Mucho, muchísimo. El del 1978, pronto se hizo conocer como “el Mundial más caro de la historia”. En dos años escasos de preparación, de hecho, las Fuerzas Armadas gastaron alrededor de 700 millones de dólares para montar una estructura partiendo de los cimientos: una cifra impresionante si comparada, por ejemplo, con los 120 millones que habría gastado España para organizar el siguiente Mundial, y que contribuyó a la explosión de la tasa de inflación que en 1976 tocaba los 160 puntos porcentuales.
Grandeza y destinación del gasto a parte, hay que admitir con objetividad que la Junta hizo un trabajo notable para organizar un Mundial de cero y en un lapso muy breve. Fronteras adentro y afuera, no lo hubiera dicho absolutamente nadie. Se construyeron tres estadios (Córdoba, Mendoza, Mar del Plata) y se renovaron el Monumental de Buenos Aires, el Gigante de Arroyito de Rosario – en estos últimos, Argentina disputó todos sus partidos – y el José Amalfitani, casa del Vélez Sarsfield. El gobierno construyó infraestructuras, hoteles, calles, aeropuertos y dio pasos de gigante en cuanto a alcance de las telecomunicaciones. Finalmente, 100 millones se destinaron a la creación del Centro de Producción de Buenos Aires y a Argentina 78 Televisora, que permitirían la trasmisión a color de un Mundial por primera vez en la historia. Este era un punto fundamental para un gobierno cuyo objetivo declarado era usar el torneo como una vidriera “de la verdadera Argentina, un país unido y pacifico”, al contrario de como se lo pintaba fuera de las fronteras.
Es también por esto que 5,5 millones del gasto total entraron en las cajas de la Burson-Marsteller, consultora estadounidense que se ocuparía de diseñar un “Programa de Comunicaciones Internacionales para Argentina”. En la primera relación que se entregó a los Generales se lee: “La mayoría de los periodistas consideran el gobierno argentino como opresivo y represivo, una dictadura militar que solo merece la condena,” siendo “la cuestión de los derechos humanos la preocupación central” para EEUU y Europa. Pero, como veremos más adelante, Videla y compañeros estuvieron muy lejos de resolver de este problema.
Difícil no creer que no haya habido gastos destinados a la corrupción en un Mundial tan polémico. Aunque falten las pruebas oficiales, las dudas son pocas y basta con un poco de sentido práctico para poderlo asumir. El acto de corrupción más importante en la época Mundial, no obstante, no implicó ninguna transacción. Muchos, en efecto, se preguntaban, y siguen preguntándose, no solo como la FIFA pudiera haber aceptado jugar un mundial en un Estado regido por un régimen represivo y no democrático, sino también por qué nunca haya dudado de la capacidad de la Argentina de ser sede cuando, esta, a un año de distancia, aparecía totalmente mal preparada sobre el tema de las obras necesarias para hospedar un evento de tal nivel. El aeropuerto incompleto, las autopistas en ruina, la imposibilidad de efectuar una llamada a otro continente no eran problemáticas insignificantes.
La respuesta más concreta a la pregunta de todos la dio Pablo Llonto, punto de referencia en el estudio del Mundial y de su inescindible ligamen con la dictadura. El personaje central de la altamente reconocida versión del argentino es Paulo Antonio Paranguá, hijo del diplomático brasileño Paulo Paranguá. El joven Paulo Antonio quedó preso en Argentina en 1977, cuando la posibilidad que los rioplatenses hospedaran el Mundial ya se había puesto en duda de forma concreta por los motivos arriba indicados. Si bien el señor Paranguá hizo todo lo posible para reaparecer al hijo, nada se resolvió hasta que João Havelange no se comunicó personalmente con Videla. El Teniente General pactó con Havelange que, sin hacer mucho ruido, Paranguá se hubiera mandado a Francia, a cambio de la “garantía de que la FIFA hubiera confirmado que la Argentina como país hospedante, de manera de que se pusiera fin a todo lo que se estaba diciendo en Europa”.
El brasileño aceptó el trueque, que ciertamente tuvo un peso sustancial en la resolución de la cuestión. Pero no hay que excluir que hubiese algo más atrás, y que quizás el Mundial hubiese sido argentino de todas formas. João Havelange, en efecto, había recientemente sido electo a la presidencia de la FIFA, y llevaba consigo la considerable presión de ser el primer Presidente americano de la historia de la institución. ¿Qué hubiera pasado si el brasileño hubiese fallado en su primer Mundial en su tierra? Probablemente, Havelange hubiera confirmado igualmente la asignación a la Argentina, porque no hacerlo habría implicado un papelón muy difícil de gestionar. Circunstancia sugerida incluso por las declaraciones que hacía cuando visitaba a los Generales para enterarse de los avances de la organización (“El Mundial será un éxito rotundo”, declaró, por ejemplo, en 1976).
“Quiero agradecer al gobierno, a los dirigentes deportivos y al pueblo de Argentina por la contribución valiosa que traen al ideal que defendemos en nuestra entidad”, dijo Havelange en un castellano imposible, bajo los ojos de un Monumental repleto, mientras en Argentina todo resplandecía, menos lo que estaba escondido bajo la alfombra. Videla le estrechó la mano, se puso en frente del micrófono e hinchó el pecho. Miró primero a la derecha, después a la izquierda. Y, de nuevo, de izquierda a derecha. Habló de paz y la gente aplaudió. Lo aplaudieron incluso los detenidos, llevados con la correa por la hora de recreo. No aplaudió Perón: tenía una pelota de fútbol entre las manos. Él, de hecho, se había autoinvitado.
Este artículo apareció, originalmente, en Sportellate.it y en idioma italiano. Antonio Cefalù ha realizado tanto el texto original como su traducción.
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