Quique Setién tenía la cara de un niño que en entra en un parque de diversiones. Tenía la cara de un niño cuando, en frente de la prensa catalana, hoy declaró que ni en sus mejores sueños hubiera podido imaginarse que esto pasara. Tenía la cara de un niño cuando, hace una temporada, se le acerco a Sergi Busquets para pedirle una camiseta: “¡me la tienes que dedicar y la tengo que poner en un marco!”, le dijo. La habría colgado a lado de la Leo Messi, que ya quedaba expuesta en su casa.
Setién no es un aficionado del Barcelona. Va más allá de eso. El Barcelona de su amado Johann Cruyff era efectivamente el sueño de una vida. El equipo culé para él era la utopía, tal como la definía Eduardo Galeano: el horizonte; esa cosa que, cuando yo me acerco dos pasos, se aleja dos pasos. Con una única diferencia: Setién ese horizonte lo alcanzó.
Parecería que, por fin, llegó el desenlace feliz, pero esto solo es el comienzo del cuento. Mientras está claro que tiene todas las herramientas técnicas para ser el entrenador, ahora a Setién le va a tocar el examen de la presión. El pequeño Quique, hoy, tuvo su primer día de montañas rusas en el parque de diversiones Joan Gamper. Pero ahora va a tener que demostrar que puede aguantar volver a meterse en esas montañas todos los días. Que, subiendo y bajando por la línea de horizonte, no se va a marear.
Antonio Cefalù