“El Mundial es un hecho político”, repetían obsesivamente los generales que organizaron el Mundial 1978 en Argentina. Olvidémonos de la pelota, entonces. En una serie de cuatro capítulos, analizamos el Mundial en su significado histórico, político y social. En la primera parte, la ceremonia inaugural, los procesos que llevaron al golpe y los que permitieron que la Argentina de las Fuerzas Armadas hospedara un Mundial de fútbol.
Lo anuncian. Los aplausos, tímidos, nerviosos, casi forzados. Después, el silencio. “Señoras, señores. Hoy es un día de júbilo para nuestro país”. “El excelentísimo” – así lo ha llamado el locutor del estadio – Teniente General se ha frotado las manos antes de esconderlas detrás de su espalda, hinchar el pecho e iniciar su discurso de apertura. “Dos circunstancias… concurren a ese efecto… la iniciación… de un evento deportivo… en escala internacional… como lo es este Campeonato Mundial de Fútbol ‘78”.
Jorge Rafael Videla es, incluso para el menos atento de los espectadores, un hombre de las milicias. Su discurso, claramente aprendido de memoria, tiene la cadencia hipada de los de un general militar, cuyas pausas son frecuentes, solemnes, puro nunca coherentes con el fluir de las palabras. Mientras habla, mira de derecha a izquierda. Y, de nuevo, de izquierda a derecha, como si en el Monumental de Buenos Aires estuviesen sentados solo subordinados suyos.
No obstante, Videla ha elegido ropa de civil para presenciar en la inauguración de la copa del Mundo. La razón tiene que ver con la segunda “circunstancia”, mencionada anteriormente: “la amistosa visita de miles de mujeres y hombres… en un clima de afecto y respeto recíproco”, a la que tiene que corresponder una amistosa acogida. Porque, sigue el Teniente General: “es justamente… la confrontación en el campo deportivo… y la amistad en el campo de las relaciones humanas… la única forma para construir la paz. Por ello… pido a Dios, nuestro Señor… que este evento… sea una contribución… para afirmar la paz”. Aplausos, tímidos, nerviosos, pero esta vez liberatorios, porque son los que marcan el inicio del Mundial 1978, el argentino.
A lado de Videla, está sentado el brasilero João Havelange, nuevo presidente de la FIFA, que hace un momento había dirigido también su saludo oficial. Lo había leído a través de anteojos torcidos, de una hoja blanca doblada en dos; en un castellano imposible, marcado por su pronunciado acento portugués. No el más apasionante de los espectáculos, pero había igualmente recogido un aplauso muy similar al que después le tocó al Presidente de facto de la República Argentina.
Debajo de las tribunas, centenares de jóvenes en chándal blanco marca Adidas acaban de exhibirse en un espectáculo de gimnasia que, a través del movimiento perfectamente coordenado de los muchachos, apuntaba a crear varias formas geométricas para los ojos de los que miraban desde las gradas. Un acto, unido a los discursos de los organizadores, que aspiraba a construir la imagen de una Argentina pura, ordenada, disciplinada y en la que todo iba de maravilla. En el signo de la paz, como ha acabado de subrayar Videla. Exactamente el opuesto de lo que los medios internacionales habían pintado en los meses anteriores al gran evento.
Ahora que el Teniente General ha terminado de hablar, los jóvenes están dispuestos de manera que formen el símbolo de Argentina ’78: dos brazos levantados que sostienen un balón. Irónicamente, un símbolo que Videla – que, entre otras cosas, siempre ha admitido no ser un apasionado del fútbol – intentó de cambiar por todos los medios, pero sin lograrlo.
Contrariamente a lo que muchos creen, la FIFA no asignó el Mundial a la Junta Militar encabezada por Videla: el recorrido fue mucho más largo y laborioso. La competición se la asigna a la Argentina en la Conferencia FIFA de Tokio de 1964, donde se eligió que en 1970 el Mundial se hubiese jugado en México, y que el próximo país del continente americano en hospedarlo hubiese sido justo el que se asoma al río de la Plata. Ya que en esos tiempos era una costumbre que se alternasen como dueños de casa una nación europea y una latinoamericana, a la Argentina le habría tocado la edición del ’78. Cuatro años antes se jugó en Alemania, cuyo Mundial nos dejó el recuerdo de una de las selecciones más fuertes en no ganar el título – la Holanda de Johan Cruyff y Rinus Michels, que solo llegó segunda.
El Presidente argentino en ese momento era Arturo Umberto Illia, primero de una lista de 7 jefes de Estado que se pasaron el testigo de la organización del Mundial antes de la llegada de la Junta, en marzo 1976. Dos características los aunó todos: el haber sido totalmente inoperativos en la puesta en marcha de la organización, en primer lugar; el haber buscado, a pesar de todo, sacar un retorno político del eslogan “Argentina mundial”, en segundo.
No debería sorprender, entonces, el hecho de que cuando las Fuerzas Armadas ocuparon la Casa Rosada, el 24 de marzo 1976, solo hubiese habido un avance llevado a cabo por los gobiernos anteriores en cuanto a la preparación del torneo: su logo. Los dos brazos que, estirados, agarran con fuerza el balón, en efecto, son los de la más grande figura política de la historia argentina, Juan Domingo Perón – reconocibles porque representan plásticamente el clásico saludo que el caudillo solía dirigir a las masas de los balcones presidenciales.
Mira de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, Videla. Pero no hacia abajo, donde los jóvenes de blanco vestidos reproducen ese símbolo que representa todo lo que los Generales, a través del golpe de Estado por ellos llevado a cabo, querían extirpar de la sociedad argentina.
No existe una manera fácil de explicar los procesos históricos que constituyen este grande puzle llamado “Argentina”, aún menos en algunas líneas. Pero intentémoslo. Juan Domingo Perón es el Presidente por un decenio en el pos Segunda Guerra Mundial. Se convierte pronto en un hombre del pueblo porque, abriendo las canillas financieras del Estado, lo inunda de dinero, aumentando de manera impresionante su salario real a corto plazo a cambio de un futuro, entre otras cosas, de hiperinflación e incertidumbre a largo plazo. Pero, en el momento, esto aún no se sabe. Perón se convierte en un líder amado como pocos en la historia, que abraza indistintamente el electorado tanto de izquierda como de derecha: el ejemplo histórico perfecto del, hoy muy de moda, populismo. Demasiado incómodo, un golpe de estado lo obliga al exilio madrileño, pero él ha ya dejado un signo indeleble en la sociedad argentina, que no lo olvida y sigue manteniendo fuertes ligámenes con él, emocionales y no.
En el ’73, las masas lo reclaman y, de un avión Alitalia, el caudillo aterriza en Buenos Aires. Está obligado, sin embargo, a un desvío, porque en Ezeiza, el principal aeropuerto bonaerense, se está poniendo en escena una Masacre causada por la inmensa muchedumbre que lo esperaba, hasta hacía poco tiempo, en un clima de fiesta: peronistas de derecha contra peronistas de izquierda, ambos tan enamorados de su líder, pero demasiado diversos para convivir. El número de muertos es, todavía, incuantificable por su grandeza.
A partir de este episodio, estalla una guerra terrorista entre los grupos violento de la izquierda y de la derecha peronista. Esta última es la parte mayoritaria del recién nacido gobierno de Perón, que entonces participa en los choques a través de grupos paramilitares apoyados por el Estado – de manera, obviamente, informal. En este sentido, hablamos sobre todo de la Triple A – La Alianza Anticomunista Argentina. La sociedad está abandonada al caos y la violencia se convierte en asunto cotidiano. La situación precipita al extremo cuando, en el ’74, Perón – ya hacía tiempo enfermo – pasa a mejor vida y el encargo presidencial lo hereda su tercera y última esposa Isabelita – nombre artístico que se remonta a los tiempos en los que trabajaba en los mismos “locales nocturnos” donde conoció el ya difunto marido.
Es aquí donde intervienen las Fuerzas Armadas. Llamando su proyecto gobernador Proceso de Reorganización Nacional, organizan un golpe de Estado no-violento que se ponía el objetivo de revolucionar una sociedad “enferma de pies a cabeza, inyectando en esa por medio de la fuerza el antídoto contra sus males” – como describe el historiador Marcos Novaro. La consecuencia directa fue el comienzo de la lucha contra la subversión de izquierda, una guerra sucia que institucionalizó la desaparición de los enemigos del régimen y el uso de los campos de concentración y exterminio como sus métodos privilegiados. El terrorismo de Estado no golpeó solamente los guerrilleros de izquierda, sino también, intelectuales, periodistas, artistas, profesores y jefes gremiales. Jóvenes y talentosos. Una generación de argentinos que, al final de la dictadura (1983), contará un número estimado de hasta 30.000 víctimas.
Derecha, izquierda. Izquierda, derecha. Quién sabe qué efecto le habrá hecho a Videla al ver los bravos estirados de Perón debajo de él, justo en el día de su fiesta, entre un movimiento horizontal de la cabeza y otro. Era un fantasma tan voluminoso que ni siquiera la matanza de sus partidarios podría haberlo hecho olvidar. Sin embargo, al fin y al cabo, no eran tan distintos los dos: ambos querían ese Mundial para obtener de ello un opulento botín político. Aunque a Perón el fútbol le gustaba de verdad. Pero nunca como las masas, sus masas.
Este artículo apareció, originalmente, en Sportellate.it y en idioma italiano. Antonio Cefalù ha realizado tanto el texto original como su traducción.
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